03 mayo 2024

La jardinera de Cambridge


Habían advertido una mañana
inusualmente fría
para esta época del año.
Y en efecto,
el Sol
ha estado esquivo,
como sin temiera interrumpir
el discurso 
de una fina y pertinaz llovizna.
Pero ella le hizo caso omiso 
a todas esas señales
y salió a la calle
para seguir sembrando.
Se le ve decidida a defender
su territorio
de las inclemencias.
Golpea la tierra
con una pequeña pala,
cava lo más hondo que puede
y luego escarba
para hacerle lugar
a las raíces de las plantas
que tiene consigo.
Dispone de muy poco espacio,
pero ha logrado que todo
a su alrededor florezca.
Parece estar convencida
de que el futuro de la primavera
al menos en Cambridge, 
depende de ella.

01 mayo 2024

Una caminata por Boston junto a mi tío Rafaelito


Hoy veremos el juego entre los Medias Rojas de Boston y los Gigantes de San Francisco. Nos compramos unas gorras y unos suéteres para la ocasión. He estado en otros estadios de Grandes Ligas, pero es mi primera vez en el Fenway Park. Por fin pondré los pies en las gradas que me devolvieron mi sentido de pertenencia.
En los años 80 del siglo pasado, mi tío Rafaelito me enseñó a ir al estadio. Porque no es lo mismo asistir a un partido de béisbol que ser parte de él, poner todos los sentidos y hasta el alma en función de lo que pasa en el terreno. Eso lo aprendí con Rafael Serralvo.
—¿Quieres ir al estadio? —me preguntaba con su bajísimo tono de voz, tan diferente al de mi expresiva tía Cary Yero.
Nunca le dije que no. Entonces él tenía una gorra de los Dodgers (que le regaló un turista que había estado retratando locomotoras en el patio donde él era jefe) y sólo se la ponía para ir a la pelota. Durante el trayecto por la ancha avenida que conducía desde su casa hasta el 5 de Septiembre, hablaba sin parar de béisbol.
Mencionaba, uno por uno, los nombres de los peloteros que le habían inculcado esa gran pasión por el deporte de las bolas y los strikes. Camilo Pascual era siempre el primer nombre que mencionaba. Siempre finalizaba haciendo una inmersión en las estadísticas de Antonio Muñoz y Pedro José Rodríguez.
—Es una suerte poder verlos —me decía—, aunque el equipo no sirva para nada.
Vimos a Cienfuegos perder por abultados marcadores hasta con la Isla de la Juventud, Las Tunas y Guantánamo, que eran los peores equipos de la época. Pero aun así permanecíamos en el estadio hasta el out 27, porque “a lo mejor a Muñoz y Cheíto les toca batear otra vez”.
Diana y yo hemos quedado en reunirnos en el estadio, por lo que tendré que caminar casi dos millas hasta el Fenway Park. Pero no iré solo. Mi tío Rafaelito irá conmigo. Aprovecharé el recorrido para explicarle cómo acabé convirtiéndome en un fanático de los Medias Rojas.
Todo empezó cuando llegué a Santo Domingo, una ciudad donde decretaban un toque de queda cada vez que Pedro Martínez picheaba. Luego le detallaré lo que pasó en 2004. Boston perdía la serie con los Yankees cero a tres y acabó ganando. Gracias, sobre todo, a un inmortal dominicano: David Ortiz, el Big Papi.
—¿Quieres ir al estadio? —le pregunto, ya vestido para la ocasión, a la ventana desde la que se ve parte de la ciudad—. Es una suerte poder verlos, aunque ya no estén Pedro, David y Manny.
Salgo a caminar, me ciño bien la gorra de los Medias Rojas. Lo miro junto a mí y sonrío.

Las gaviotas del río Charles


Giran sobre el espejo de agua

como si no les hiciera falta

dar con la salida al mar.

Pasan sobre las cabezas

de los que reman

contra la corriente.

Despejan la niebla

que estuvo esparciendo

la llovizna

durante la noche.

Algunas rozan

la piel del río,

otras se elevan

para gritar

desde lo más alto.

Se dejan llevar

por el cauce

de una ciudad

que ejecuta

cada movimiento

como si se tratara

de una danza.

Ya los que reman

vuelven,

alentados

por una embarcación

que los sigue

a distancia.

Las gaviotas

pasan otra vez

sobre sus cabezas

y también

se dan la vuelta.

Definitivamente,

el mar

no parece importarles.

Nada las sacará

de su rutina,

ni siquiera la noticia

de que Paul Auster

ha muerto.

26 abril 2024

La lectora de Agatha Christie


Lérida Yero, mi madre, fue una gran lectora de novelas. Desde que tengo memoria, recuerdo un libro en su mesita de noche. También recuerdo a mi abuelo regañándola, porque siempre perdía los marcadores y acababa doblando la esquina de la página donde paraba de leer.
Aurelio, como yo, era obsesivo en el cuidado de los libros y no toleraba el más mínimo maltrato hacia ellos. Un día estuvo a punto de zafarse el cinto porque mi prima Lazarita insistía en doblar el libro hacia atrás cada vez que empezaba a leer la página de la derecha. “¡No lo hagas más!”, fue su ultimátum.
Con Lérida, sin embargo, se dio por vencido. Ella tenía una excusa. La mayoría de las veces, en los trayectos entre el Paradero de Camarones y Cienfuegos, se veía obligada a leer de pie y acababa perdiendo los marcadores. Aunque leía de todo, incluyendo a Tolstoi, Stendhal, Dostoievski, Balzac y Faulkner, su escritora preferida era Agatha Christie.
Siempre que daba con un nuevo caso de Hércules Poirot, dejaba lo que estaba leyendo para irse tras el célebre detective. Ya en su vejez, le gustaba repasar los títulos de los libros que se le quedaron en Cuba. Siempre empezaba por los de Agatha. Aunque se estaba quedando sin memoria, los recordaba todos:
Asesinato en el Nilo, El club de los martes, Diez negritos, El asesinato de Roger Ackroyd, Cinco cerditos, Cita con la muerte, Un puñado de centeno, El misterioso caso de Styles, Muerte en las nubes, El tren de las 4:50, Un triste criprés…
Me di a la tarea de conseguirle algunos y eso la hacía sobreponerse de la tristeza en la que la había sumido su enfermedad. Se frotaba las manos feliz. “Algo bueno tenía que tener esto que me pasa —me dijo el día que le regalé Muerte en el Nilo—. No recuerdo quién es el asesino”.
Ayer me puse a ver un documental sobre Agatha Christie y le perdí el hilo a la narración. La cabeza se me llenó de recuerdos de Lérida Yero, su gran lectora. La volví a ver en la guagua de Cruces a Cienfuegos, aferrada a uno de los tubos con una mano y sosteniendo el libro con la otra.
Leía justo hasta que llegaba al final del viaje. Entonces doblaba la esquina de la página, guardaba el libro en su cartera y descendía al mundo real.

25 abril 2024

Los camiones Berliet


Hace unos días, en YouTube, hice una búsqueda de camiones Berliet. Di con uno que avanzaba a través de un pueblo de los Pirineos. Aunque frío paisaje no tenía nada que ver con la abrasadora llanura villareña, el ruido de aquella máquina me bastó. Aparté la vista de la imagen para quedarme sólo con el sonido.
En mi infancia casi todo era en blanco y negro: los periódicos, la televisión y la mayoría de las películas que pasaban en el cine Justo. Sospecho que por eso nos llamaban tanto la atención los vehículos que llegaban de los países capitalistas. Sus colores brillaban y sus formas rompían la monotonía del paisaje.
La construcción de una represa y un canal en las cercanías del Paradero de Camarones, hizo que un enjambre de Berliet irrumpiera en nuestra cotidianidad. Me gustaba verlos pasar por el crucero de San Fernando. En las horas que no había transmisiones televisivas, los trenes y aquellos camiones, que iban y volvían con la insistencia de las hormigas, eran mi entretenimiento.
Cuando terminaron el canal (que se extiende desde Paso Bonito, en Cumanayagua, hasta las inmediaciones de Ciego Montero), los Berliet dejaron de pasar. En una ciudad ese hecho pasaría inadvertido, pero en un pueblo tan pequeño como el mío se tradujo en un silencio insondable.
Por eso quise recuperar su sonido y volver a través de esa represa que son los años en Cuba. Casi todo era en blanco y negro, menos sus brillantes colores. La marca francesa, de la que también llegaron a la isla unos autobuses que circularon en Santa Clara, desapareció en 1981. La sociedad donde nací y me crié, unos doce años después.